Érase una vez un país que perdió uno de cada cinco empleos en tres años, y que vio cómo el paro subía al 19%. En ese mismo período, su producto interior bruto cayó la friolera de un 12%. Lógicamente, una situación combinada de caída del PIB y de aumento del paro deterioró de forma acelerada las cuentas públicas. El déficit publico alcanzó un 14% del PIB y se mantuvo por encima del 10% durante cuatro años.
Sigamos con el relato. El aumento del paro provocó una fuerte disminución en el consumo privado. Además, en esos tres años, los mercados de valores de ese país se hundieron en un 70% y los precios de los pisos perdieron la mitad de su valor, golpeando los ahorros y la riqueza acumulada de los ciudadanos. Por supuesto el sistema financiero sufrió lo suyo. Los bancos del país perdieron un 15% del montante de los créditos, unas cincuenta veces en volumen el agujero de Caja Castilla-La Mancha en términos comparativos. Además, ese tsunami se llevó por delante a gran cantidad de entidades financieras, el Gobierno se hizo cargo de la gestión de los créditos de difícil cobro, asumió el control de las cajas de ahorros y recapitalizó bancos en una operación que costó al contribuyente un 8% del PIB. El país se hundió en una profunda recesión.
¿Hablamos de España en el período 2008-2010? No. Se trata de Finlandia entre 1991 y 1993. Me tocó vivir como eurodiputado la experiencia de la entrada de Finlandia en la Unión Europea en enero de 1995. Aquella incorporación me trajo un nuevo compañero de escaño en el Parlamento Europeo, que se sentó a mi izquierda por orden alfabético. Era Raimo Ilaskivi, antiguo alcalde de Helsinki y ex director de la Asociación de Banqueros Finlandeses. Gracias a él, en Estrasburgo conocí de primera mano el drama económico finlandés y la descripción de la primera fase de las recetas para salir de aquel pozo. Y no ha pasado tanto tiempo.
Por eso sorprende que un país que encabeza las evaluaciones de estudiantes del programa PISA, que es el primero de Europa en personal investigador y el segundo en inversión en I+D tras Suecia, que ha rebajado su tasa de paro al 5,9% y que supera en renta per cápita a Alemania, Francia, Japón y Gran Bretaña, viviese tan recientemente esa debacle. Derrumbe que se debió a que la antigua Unión Soviética era un mercado preferente para Finlandia. Su caída golpeó la economía finlandesa por la pérdida de las exportaciones. Pero ese efecto se vio multiplicado por la crisis internacional que todos vivimos a primeros de los 90, con una subida de los tipos de interés en Europa.
Conviene recordar esa época en la que a nuestras empresas les era más rentable invertir en una supercuenta corriente al 12% que en su actividad productiva. A ello se unía en el caso finlandés una corrección tras un exceso de liquidez y una sobrevaloración de activos en los años previos, fenómeno similar a las alegrías que hemos vivido recientemente. Todo ello hizo posible esa situación que en sus consecuencias recuerda lo que los más pesimistas prevén para 2009 y 2010 en la economía española.
Las causas no son las mismas. Tampoco las recetas de choque deben coincidir exactamente, ya que por ejemplo Finlandia tenía su propia moneda y nosotros no. Pero fueron las medidas a largo plazo las que permitieron a Finlandia llegar a su prosperidad social actual. Finlandia definió un modelo de innovación para el país, y apostó por él sin fisuras, con organismos de apoyo al I+D+i tan potentes como Tekes, redes de centros tecnológicos líderes en Europa como VTT, o empresas tecnológicamente avanzadas como Nokia. En 1993, con esos déficits brutales, lo fácil habría sido ahorrar en formación, en tecnología e innovación, tanto en gobiernos como en empresas. Pero se hizo todo lo contrario. Hoy, cuando las apreturas presupuestarias nos ahogan, puede ser también una tentación en nuestro país.
Una pista sobre el problema nos la da semanalmente la revista The Economist, en su comparativa del déficit comercial de diferentes países. La economía española es la que encabeza esta lista, con cifras cercanas al 8% del PIB. Pagamos mucho para que otros fabriquen lo que necesitamos. Vivimos por encima de nuestras posibilidades. Este es el nubarrón que subyace detrás de la crisis financiera e inmobiliaria que vivimos, y que seguirá ahí cuando estos sectores se estabilicen. Tenemos que salir de esta crisis con un modelo más competitivo, y para ello necesitamos un consenso político y social con una apuesta clara por el conocimiento y el desarrollo tecnológico. Ésa es la vía para poder sostener el empleo de calidad en un futuro próximo, porque el riesgo de fabricar productos de bajo valor añadido es que los chinos y los indios los hagan tan bien como nosotros, y a un coste menor. Si queremos que nuestros hijos vivan en una sociedad con un nivel de renta como el nuestro, el esfuerzo debe ser sostenido en el tiempo, también en momentos de crisis como éste.
No soy un ingenuo, y soy consciente de que el corto plazo de la política vasca o de la política española no invita a pensar en grandes acuerdos sobre estas materias. Pese a todo, apelo a la responsabilidad. Hoy, construir nación significa trabajar en un amplio consenso por la competitividad de nuestro país. Que englobe a instituciones, partidos, sindicatos y empresarios. Que aparque en esta materia las legítimas discrepancias que el debate político suscita. Y que permita una priorización presupuestaria a favor de la educación, la universidad, la ciencia, la tecnología y la innovación. En definitiva, por la competitividad de nuestro tejido industrial y el bienestar de la siguiente generación. Hoy, apostar por la educación, el conocimiento y la innovación es, además de necesario, la auténtica política progresista. El modelo finlandés es un buen ejemplo.